El cuento de nunca acabar.

En el litoral gallego, la temperatura habitual de junio, julio y la primera quincena de agosto es perfecta, pero en aquellos días del verano de 1989, quizá 1990, estaba siendo insufrible desde el mediodía hasta el amanecer, por lo que la noche anterior a mi pequeña aventura en Arousa me había peleado con la sábana y había tardado en dormirme casi tanto como en València. Así que, cuando mi hijo, adolescente entonces, irrumpió en mi dormitorio por la mañana, llamándome bajito, pero urgiéndome al tiempo: ¡Mamá, ven, corre… sal de la cama, date prisa!, tardé en despertarme lo que tardó su padre en entrar también, a sumarse a empujar para que que no desperdiciara un espectáculo prometedor la puerta de casa: ¡Venga, Lu, arriba, no puedes perderte esto! Salté de la cama, me puse el primer vestido que encontré -lo recuerdo aún, uno playero a rayas anchas negro y rosa, cruzadas las del escote en pico, cortito y cuya frescura y comodidad habían primado sobre cualquier otra exigencia- y me precipité con ellos a la puerta abierta de la calle, media docena de pasos desde el dormitorio.

A ambos lados de la carretera, más bien estrecha, muchos de los vecinos, en especial mujeres, que los hombres andarían en la mar, miraban con silenciosa expectación en dirección a la playa, a poco más de cien metros de donde estábamos. Allí, sobre la arena, casi rozando el pinar que fue arrasado años después para erigir los lujosos apartamentos Villa PSOE, debajo de un helicóptero de la policía y sobre el remolino de arena que levantaba, un veinteañero estaba atrapado, en parte por el miedo, supuse, en parte por la imposibilidad física de zafarse de aquel pájaro amedrentador, quieto, casi estacionado a unos metros por encima de su cabeza. El tiempo se hizo eterno mientras todos conteníamos la respiración, hasta que, en un momento determinado y a saber con qué coraje logrado, de pronto, el chaval empezó a correr en dirección contraria a la playa, es decir, hacia donde estábamos congregados. Al llegar a nuestra altura, probó a abrir la puerta del primer coche con el que tropezó, el mío, de buena mañana siempre cerrado. Casi inmediatamente, aquella mujer de cuyas sandalias de primera comunión he contado en la entrada anterior y a la que llamaré Carmen a partir de ahora por obviar su nombre real de actriz italiana, echó a correr hacia mí, mientras gritaba con los ojos llenos de lágrimas: Ai, Luisa, cólleo e lévao deiquí, por Dios, é o fillo de Fulaniña… a do molino, ¿non sabes? Soy esencialmente temperamental, así que pensat i fet, que dicen los valencianos. Pedí las llaves como una autómata, extendiendo la mano, entré en el coche, estacionado cara a la playa, lo encendí, giré en dirección contraria en el margen de la angosta carretera, derrapé nerviosa sobre la gravilla y por la ventanilla abierta aún me llegó el olé burlón de mi hijo a modo de despedida. Conduje despacio, buscando con la mirada a derecha e izquierda al chaval que no hacía cinco minutos había querido estar en el sitio que ocupaba yo. Ni rastro.

Fue en aquel momento cuando me di cuenta de que el ruido atronador estaba ahora sobre mi cabeza. ¡Dios, no puedo creérmelo! Porque una cosa es verlo en el cine y muy otra verse en aquella, supongo que ridícula, situación. Pero, estos tíos, ¿qué coño hacen? ¿Se han vuelto locos? Mientras seguía conduciendo despacio, se me abrieron varios interrogantes, pero en especial una constancia demoledora que me bajaba la moral a niveles que prefiero callar: iba sin ropa interior, y con esta frase pretendo evitar decir qué en concreto echaba muy, pero que muy en falta. ¡Maldita, maldita sea! ¿Qué hacer? ¿Qué dirección tomar? Me temblaba por lo menos la pierna derecha, de eso sí estoy bien segura, de que era la derecha en particular, y de que agradecía, y cómo, que en la conducción no se notara, que diera la sensación, al menos a la gente que me vigilaba, de que el coche era conducido por la persona más tranquila del mundo. Pero estaba alcanzando la otra punta de la isla y no quería que pensaran lo que debían de pensar, que no sabía qué hacer, que uno no sale así como así a dar un paseo en el momento justo en el que a un helicóptero de la policía se le escapa la presa delante de las mismas narices de uno y precisamente en el coche que el muchacho había elegido para escapar, en realidad, el más a mano. Ya sé… por aquí, ¿a la derecha?, sí, creo que a la derecha puedo entrar en el horno donde encargué ayer la empanada de xoubiñas. Y pude, santo Dios, y el horno no se había movido de su sitio. Paré, bajé, entré a recoger mi empanada… _¿E qué pasa ahí fora? ¿Non ouvides? E ise ruido, ¿non é dun helicóptero da policía? ¿Qué mosca habralles picado agora ós tolos estos? ¡Cánta pacencia hai que ter coneles, Cristo bendito! Y ya dirigiéndose a mí: ¿Se encuentra mal…? _Non, non, qué va… é que inda non me arreglei hoxe… coas prisas, xa sabe… Salí tratando de controlar de nuevo mis gestos, hacerlos parecer sosegados, porque, en efecto, jugando a alejarse algo y a regresar, el bicho seguía allí. Arranqué de nuevo, y entonces, empezaron a acudirme al cerebrito mil razones con las que tranquilizarme y que me iba desgranando una por una. Pero, a ver, coño, vamos a ver: soy funcionaria, y funcionaria de Educación, profesora de Lengua y Literatura, además -el colmo del pacifismo y de la inocencia, consideraba-, estoy veraneando con mi familia, no tengo antecedentes policiales… A la altura de esta razón última, me entró la risa floja y al tiempo me enfadé conmigo misma. ¿De verdad estaba asustada por el hecho de que unos… unos, vaya, actuaran como estaban actuando? ¿Le tenía acaso miedo yo a la policía? Lo cierto es que, al menos en aquella época, no, no sé si hoy sería tan tajante la aserción. Pero no, era peor, sabía de sobra por qué me encontraba fuera de mis casillas, echaba de menos, ¡y cómo! una prenda, la que no llevaba puesta y lo que no había ocurrido jamás, vamos, que era mi primera vez, como si dijéramos, y que también era como si la policía me persiguiera por ello y la isla entera se hubiera hecho ojos para mirar a una señora que conducía… ¡sin bragas! ¿Pasa algo? Pues que venga Freud y me lo explique. O será que, frente al ORDEN, sabemos que llevamos las de perder, que vamos desnudos. Sin embargo, de pronto -además de temperamental, soy extremadamente lábil-, me sobrevino una tranquilidad deliciosa. Vais a ver, besugos, cómo mantengo el tipo. Seguí conduciendo despacito, llegué al Paseo do Cantiño, compré aspirinas en la farmacia, tabaco en un bar y, al salir con el paquete en la mano… adiós, adiós, el helicóptero que se había dado el lujazo de molestar a todos por y para nada se alejaba. Fuese y no hubo nada.

Cuando llegué a casa, media mañana, apenas había gente, y salvo el familiar y habitual  «querida, a ver cuando sientas la cabeza» con el que se me recibió, pero acompañado de una amplia sonrisa cómplice, que también él era gallego y más amante que yo aun de su gente, en especial de la de la mar, no ocurrió nada hasta media hora después, cuando Carmen entró por la puerta de la cocina, cuyo patio, en realidad campo que descendía en suave ladera a la playa, compartíamos los vecinos que no lo teníamos vallado. Protagonizó una puesta en escena de dudoso éxito al dirigirse a mí plañidera y melodramática: ¡Mira, muller, que eu pedínchoo porque coidei co rapaz viña do contrabando dese co material de alta precisión!, ¿non sabes? Pero da droja non se me pasou pola cabeza nadiña… A la altura de ‘material de alta precisión’, mi hijo y su padre estallaron en una sonora carcajada que consideré fuera de lugar, ella, también: E mira que non me creen, Luisa, carallo, non me creen, coidan que sou unha mintireira… ¿E qué vou facerlle eu, entón, se estou dicindo a verdade? Pues eso, la puesta en escena le quedó como le quedó, pero todos tan amigos, aunque ella bien sabía que, de creerla, ni una palabra.

A media tarde, nos marchamos a Cambados, a unos diez kilométros de Arousa. Lo hacíamos los más de los días sin cansarnos de su plaza de Fefiñáns, a la que da nombre el pazo o palacio construido en el XVI por Juan Sarmiento Valladares -consejero de Felipe II-, frente al cual, devoraba verano tras verano helados de mandarina, mi perdición, y al que entrábamos a mirar las exposiciones de vino de Albariños -Cambados acoge cada año la mayor fiesta de Albariño de Galicia-, de las casas todas de piedra y a idéntica altura, alguna total o parcialmente cubierta de hiedra, del ya mencionado parador, en el que, por fortuna, jamás me tropecé con capo político, ni con politico capo alguno, de su artesanía, del mirador a la bahía, de la playa cubierta de algas autóctonas cuando la marea baja, ese olor que solo evocar me produce una morriña de caballo, también perceptible en algunos lugares de la isla en especial por la noche, de sus mil veces contadas puestas de sol.  Hasta los cambadeses, cuando están de buen humor, en especial durante los meses de verano, les gritan a sus mujeres o a sus nietos cada atardecer, cuando comienza el largo, inacabable espectáculo: ¡Xa comenzou, baixade! E baixan a velo un día e outro día.

Al regresar a la isla, anochecía y delante de casa había gente formando grupitos, cuando lo único que solía verse a aquellas horas era el cielo bajito cuajado de estrellas como puños sobre la playa. No lo relacioné con el episodio de la mañana, lo había olvidado por completo. Pero ya, ya, o sí, sí… como si no fuera yo la forastera cuya conducta, no solo se podía, sino que debía juzgarse. Nos acercamos curiosos: ¿E logo, qué pasou? O e logo foi largo, máis do que poidera supoñer eu, pero las cosas hay que contarlas resumiditas. Había dos bandos, hasta puede que un tercero, el dispuesto a escucharme antes de establecer el juicio apriorístico, formado este más bien por varones luciendo las blanquísimas camisas replanchadas de los domingos. Que si había hecho lo que debía, que si entre el fuerte y armado y el débil había que ponerse siempre del lado de este, que si de ninguna manera, que a ver por qué había querido echarle una mano yo a un fillo da súa nai que andaba a droja, que si explícate, a ver qué nos parece… Lo único cierto y exacto es que servidora lo había pasado tan mal cuando la persecución de la más débil de toda Arousa por los malos, que no estaba ni ofendida, ni se sentía violenta, mucho menos disminuida o maltratada; en vista de lo cual, les hablé por grupos, expuse y conté lealmente, me expliqué, que no justifiqué, considerando, tanto que no había qué, como que no reunían condiciones ellos en cuestión de exigir justificaciones y, enseguida, estuvimos todos más que de acuerdo en que mi intención había sido buena, en que era muy tarde y que, como muchos aún no habíamos cenado, había que marcharse a hacerlo. Y aquí paz, y después, gloria.

Mientras entrábamos en casa, uno de mis dos varones se me acercó por detrás y me susurró: Anda que no eres maestra de gramática española tú cuando le das clases al prójimo … gallego. No me molestó. Sé que en València me habría dicho justo lo contrario, así era aquella complicidad, sabíamos de qué hablábamos, pero le toca al lector especular sobre la cuestión, si tiene interés; yo no diré nada más, después de haber contado que me persiguió la policía cuando iba medio desnuda, pero dentro de mi coche, ¡salvajes! Así que, aquella noche dormí a pierna suelta y el único remordimiento que tuve me sorprendió al día siguiente, cuando observé que la chavalada del contrabando me saludaba más cariñosa que de costumbre y que hasta los varones marineros más recios, incluso aquellos a los que jamás había dirigido la palabra, parecía como si quisieran añadir algo al habitual pero más cálido bos días de siempre.

¿Y el chaval?, se habrá preguntado algún lector de los que quieren todos los detalles de la historia bien encajaditos. Vergüenza me da, o más bien rabia, contar que tanto la aprensión de Carmen como mi viajecito escoltada por un helicóptero de la policía habían sido de balde: toda la isla tenía siempre la puerta abierta para el primero que pidiera amparo y cobijo cuando ocurría un asunto tan desagradable como aquel en el que me involucré, gratuita y tontamente, como una forastera madrileña cualquiera. Y quede constancia de que, en mi tierra, madrileño y forastero venían a significar lo mismo. Aunque a día de hoy puede que hayan aprendido que no es así gracias a Internet, por supuesto, ese bien que nos lo enseña siempre todo y tan bien, razón por la cual los psicopedagogos van creyendo que la escuela tal como la entendíamos -y entendemos y queremos entender- es antañona, inútil y prescindible.

11 comentarios en “El cuento de nunca acabar.

  1. Su post me ha traído la memoria de una canción. Del fallecido cantautor italiano Fabrizio de Andrè, que fue en Italia un fenómeno más o menos como el resultado de sumarle a Serrat Sabina, rebozando todo ello en Brassens y añadiendo un espolvoreado abundante de mayo francés del 68. De resultas de lo cual algunas de sus canciones se convirtieron allí en himnos muy populares, como esta, de 1970, titulada Il pescatore.

    Le dejo dos link a dos versiones de las canción y una traducción rápida y macarrónica, para ilustrar la relación.
    Y gracias por sus posteos.

    Il pescatore. Fabrizio de Andrè.

    A la sombra del último sol
    se había dormido un pescador
    cruzaba un surco por su semblante
    como una especie de sonrisa.

    Llegó a la playa un asesino
    con dos ojos grandes de niño,
    dos ojos enormes de miedo
    que eran espejos de su aventura.

    y pidió al viejo dame pan
    no tengo tiempo y mucha hambre,
    y pidió al viejo dame vino
    tengo sed y soy un asesino.

    Abrió los ojos el viejo al día,
    no se miró a su alrededor,
    pero partió el pan y sirvió el vino
    para quien decía tengo sed y hambre.

    Fue solo el calor de un momento
    después de nuevo hacia el viento,
    ante sus ojos de nuevo el sol
    y tras sus hombros el pescador.

    Dejó a su espalda al pescador
    y la memoria que ya es dolor
    o la añoranza de un mes de abril
    jugado a la sombra de un patio.

    Vinieron montados dos gendarmes,
    vinieron montados con sus armas
    preguntaron al viejo si allí cerca
    había pasado un asesino.

    Pero a la sombra del último sol
    se había dormido el pescador
    cruzaba un surco por su semblante
    como una especia de sonrisa,
    cruzaba un surco por su semblante
    como una especia de sonrisa.

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    1. Muchas gracias, Lector, acabo de responderle explicándole el atracón de Andrè que me he dado, pero no se ha publicado; debe de ser que me alcanzó algún tipo de censura patria. Venía a decirle que no sabía nada de Fabrizio de Andrè, pero que desde que usted dejó su memoria aquí, mi casa está invadida por la lengua de Dante, las canciones de Andrè, diversas versiones de ellas, traducciones… y hasta viajes a mi niñez con l’infanzia di Maria, il ritorno di Giuseppe, il sogno di Maria, el Ave Maria, Maria nella bottega d’un falegname, via della croce, tre madri, il testamento di Tito ¡y el laudate hominem final! … que digo yo que incluirá un laudate mulierem. Y también dejaba constancia de mis manuales básicos para todo ello, pero aún llegaré a hacer un master en Andrè:

      http://www.letrasmania.com/artista/letras_de_canciones_fabrizio_de_andre_1059.html

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  2. Dichosa escritora,
    Gracias por robarme las horas de sueño tan sutilmente con este pedacito de tu aventurero corazón y tu enorme alma. Que sí, que las energías del cosmos existen y son las que preparan todo esto para que a la servidora la persiga un helicóptero cargado de picoletos o se la trague la tierra con o sin bragas, despeinada y con cara de orco de la Filarmónica, créeme!

    Luisa, I love you.

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    1. No hay energías del cosmos tal como las sugieres, María, y estás harta de saberlo, perdularia snob, pero hay, y vete a saber por qué, niñas como tú que llegaron justo a tiempo para algo importante que está por suceder, pero ya capaces de hacer milagros con solo un móvil por toda arma. Te debo otra, apúntamela.

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  3. Muy divertido Luisa, debo decir que hasta deberías tener un «gag» con dicha experiencia. Lo cierto es que me reído mucho y quiero dejar constancia de ello, pero como me parecería inapropiado poner un »jajaja» por el contenido que ofrece tu blog, espero sepas darme un guiño por mi sincera reacción.

    Una aprendiz tuya, como siempre.

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    1. Ahí va el guiño: ¿Entiendes ahora, mi queridísima Daniela, por qué te quiero tanto, y por qué me preocupo cuando te me pierdes por ahí sin más? Por lo guapa que eres y por tanto como aprendimos juntas, tú de mí, dices, pero yo también de ti. Mil besos.

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  4. Empiezo a tener la impresión de que eres un pozo sin fondo; ¿es verdad todo eso del helicóptero? Bueno, seguro que lo es, pero algo especial sí que eres. No quiero pasarme con los elogios, que los elogios debilitan. Esta tarde he leído algunas de las entradas más recientes y me reafirmo en lo que ya sabía, tienes gracia para escribir. ¿Nunca te has propuesto escribir alguna novela?

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    1. Tan verdad como que soy gallega pasada por Asturias, Salamanca y Valencia. Y sí, los elogios son una desgracia que debilita a quien los recibe, pero de todas maneras gracias por decir que tengo gracia para escribir:-) Y ahora me toca a mí: tú ¿eres Listener, Listener, Listener, ese que ambos sabemos? Es que, aunque me he vuelto algo descuidada al navegar por estos procelosos mares, aún tengo la boca abierta de pasmo por la inmensa y alegre sorpresa que me produjo ver tu nombre en esta tu casa. Cuando gustes, no dejes de decírmelo, no sea que en algún momento me dé por escribirle unas líneas vete a saber a quien… ¡Dios no lo permita!

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      1. Sí, soy Listener, Listener, Listener; el profesor de Física, el admirador de Hanna por tus ideas y por la forma de expresarlas. Como yo sé tu nombre, Luisa, te debo el mío. Escribe cuando y cuanto quieras, que te contestaré. Tu vida no debe ser cualquier cosa.

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      2. Merci, monsieur, por tanto. Y deja los nombres, de momento me basta con los pronombres:-) Pero claro que te escribiré, júralo, ¡pues no faltaba más! Bona nit, buena gente.

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